jueves, 9 de julio de 2015

Perro gaúcho



En el vasto espacio verde por el que paso cada mañana, asediado por las arterias de asfalto que vibran la vida de la ciudad, un perro amarillo cumple su rutina diaria. Es un perro mestizo de hocico largo y pelo erizado, que después de rodear la cuadra y sus calles aledañas, soberano de la calle principal en el lado este del parque, desaparece de nuevo en el tejido palpitante de la vecindad.

El perro amarillo todos los días hace la misma ruta, cruzando las calles sobre la cebra peatonal, deteniéndose justo bajo la sombra cuando es verano y en lugares protegidos en invierno. Y mira como aquellos que buscan algo o alguien. Y huele. Eleva su agudo hocico en busca de una señal que traiga un recuerdo o que sugiera un movimiento fuera de su rutina consagrada. Este es el perro amarillo, conocido por todos los que pasan, que ya lo tratan como parte del paisaje y un miembro más de la mañana del barrio todos los días.

Algunas veces, el perro amarillo se detiene en una esquina y parece dudar acerca de la siguiente movida, lo que me hace pensar, no sin cierta intuición romántica, que su búsqueda es, al mismo tiempo, consciente e instintiva. Como si el perro amarillo hubiese acumulado anhelo y deseo de celebrar un homenaje a un enlace perdido, a un dolor solitario que no quiere compartir con nadie.

Un día decidí seguir a mi misterioso amigo. Yo quería saber la razón de su caminata sin fin, las razones de su angustia o quizás buscar el reflejo en su saga de día, lo que es un poco el destino nocturno del sueño para todos nosotros: quedarse con sus búsquedas, organizar sus recuerdos e identificar, en ciertos paisajes, un momento de incertidumbre, la posibilidad que nos ofrece la esperanza del reencuentro. La búsqueda, después de todo, fuera para corregir tal vez un malentendido, o hacer un gesto magnánimo de comprensión.

Me di vuelta cuando pasó a mi lado y seguí al perro amarillo. Se dio cuenta de mi interés y decidió esquivarme. Paraba, aceleraba, movía la cabeza, volvía a caminar con la confianza de alguien que tiene una hoja de ruta y sólidos sentimientos cotidianos que no pudieron ser desviados. Enmascaré mi persecución entrando en las callejuelas transversales y regresando con cautela. Lo seguí de la manera que los seres humanos piensan en el disfraz, pero el instinto de los perros de la calle percibe la agresión como presagio y se ponen a la defensiva.

De repente, el perro amarillo desapareció y apuré el ritmo hacia la esquina, donde lo perdí de vista. Era imposible encontrarlo. Casi corrí y no vi más al perro amarillo. Su ausencia me inundó con una gran tristeza esa mañana de invierno. Fue la pérdida de un incógnito amigo que yo quería rescatar, tal vez porque me identifico más con sus preguntas que con su determinación. Tal vez porque vi en él un poco de cada uno de nosotros, tal vez porque quería ofrecerle un refugio seguro y la comida caliente como la gente normal hace cuando mira alrededor y ve a los que viven solos y desamparados.

Cuando regresé, desolado, me detuve en el puesto de la esquina. Y le pregunté a los dos chicos que trabajan entre frutos y flores, que recortaban con colores el gris severo del día "ustedes no vieron el perro amarillo... dónde estaba... quién es?" - "Sí -dijo uno de ellos sonriendo- es el que hace la misma ruta todos los días, durmiendo allí en frente del hotel, alimentado por el alemán del puesto de panchos, pero que no come pan y no permite que nadie lo toque, aunque entre todos pudimos vacunarlo..." Eso convirtió al chico en un torbellino de datos ciertos y refutarlo hubiera sido más que grosero.

Me quedé perplejo. Lo que era misterio y drama a mí, era para los chicos del puesto un hecho cristalino, ya integrado en sus vidas, con poco espacio para el drama, pues el perro amarillo "estaba bien" y sabía lo que quería.

Yo pensé que el perro amarillo para mí era el símbolo de un drama de todos los seres vivos que sufren ausencias duras y contrarias a los chicos del puesto de frutas, que era la solución simple de un mundo real que se ocupa de sí mismo.

Aprendí entonces que el perro amarillo perdió a su dueño, un hombre sin hogar, que estaba durmiendo en el parque o en carpa. Un sintecho muerto o recuperado pero sin la capacidad de llevarse a su perro con él, por lo que se convirtió en un perro callejero. Un perro callejero, un "desplumado", como tal vez diría el poeta João Cabral de Mello Neto. Un perro que ejecuta todos los días el mismo camino en busca del amigo que nunca va a volver, pero aún se mantiene en la memoria como el amigo que en algún momento se perdió y no se entiende por qué. De ahí nace esa ruta a la vez lúcida y desesperada, en la que el perro amarillo huele el recuerdo de sus mejores momentos.

Hoy creo hoy que el perro amarillo quiere rescatar, con su paseo diario en lugares que vivieron con su dueño, una cierta paz con la esperanza de reencuentro. Creo que instintivamente sabe que su amigo no regresará y lo perdió para siempre. Pero su determinación, hace que sea un poco menos infeliz y le da razones para vivir. El perro amarillo vive el reencuentro imposible y la identificación de su trayectoria es una especie de pasillo de luz de una existencia feliz, realizada de forma incompleta.

Estaba triste, por supuesto, pero también un poco alegre. El perro amarillo no se rindió, ni a sus afectos ni a sus caminos. Todos nosotros en distintos momentos de la vida, cuando tratamos de procesar nuestra pérdida de rumbo, en cualquier latitud de la vida, sin abdicar a la visión más amplia de nuestros derroteros. Y sin perder los fuertes sentimientos que iluminaban nuestros afectos. Todos somos un pedazo de ese perro amarillo que repitió su camino día a día en un mundo de hostilidad y tráfico, también lleva un poco de cada uno de nosotros, nuestra melancolía obstinada de vivir con esperanza, fuera de las recomendaciones de la razón.

Tarso Genro,
militante del PT
ex gobernador de Río Grande do Sul,
devenido intérprete de mi alma.

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